Cuando muere alguien bueno

 Hace un tiempo falleció un hombre bueno, con quien tuve una relación breve pero sorprendente, por lo enriquecedora.

Se llamaba Marcelo, y era arquitecto. Quizás conocí a Marcelo en circunstancias muy especiales, porque había sufrido a otro arquitecto que me había dejado muy mal predispuesto con la profesión, desconfiado. Así que cuando él apareció en mi vida para culminar la obra de mi casa, lo miré con bastante cuidado, atento a cualquier señal que despertara mi preocupación.

Sin embargo, Marcelo fue ganándose mi respeto, mi confianza y mi amistad con cada acto de su vida. ¡Era un buen hombre, y mejor profesional aún! Pude ver cómo sus consejos y sus puntos de vista nada tenían que ver con su interés personal, y cómo se daba a pleno con el fin de servir, de llenar mis expectativas. Muchas veces reflexioné sobre lo bueno que puede ser alguien haciendo su trabajo con amor, con entrega, con honradez. Marcelo hacía de su tarea un motivo de demostrar que la bondad y la sinceridad son posibles en este mundo, a pesar de todo.

Y un día, sorpresivamente, me enteré de su enfermedad. No mucho tiempo después me llegó la noticia de su fallecimiento. Mi alma se conmovió porque no esperaba que justamente él, uno de los escasos “buenos” que había recogido en medio de tanta gente interesada y mezquina, se fuera a edad tan joven. Su familia seguramente tampoco podía entender tan extraños designios de Dios. Se necesita mucha fe y amor por el Señor para aceptar y comprender estas cosas.

La verdad es que para Dios no aplican nuestros cortos pensamientos ni nuestros imperfectos sentimientos. El trae a este mundo a las almas, y las recoge a Su seno también, del modo que mejor se adapte a Su Plan. Marcelo tuvo su prueba, y la enfrentó tratando simplemente de ser un buen hombre, nada más, ni nada menos. Sin dudas que Dios vio en su alma muchas cosas buenas, muchos esfuerzos y fracasos puestos al servicio de mantenerse en el camino del bien. Su ejemplo fue semilla para otros, como lo fue para mi, respecto de las actitudes que debemos adoptar en los simples pasos que caminamos en nuestro día a día.

Dios quiere que recibamos Su Gracia, y que hagamos honor a ella, con cosas simples. El amor por las pequeñas cosas, como nos enseñó Santa Teresita, nos eleva espiritualmente. Lavar una taza con amor, decía ella, es tan importante como el más grande gesto que podamos realizar, en términos humanos. Es el camino de la santidad por la pequeñez, por el sendero de la perfección en las cosas simples de nuestra vida. Mucha gente cree que la santidad es algo lejano, inalcanzable. La verdad es que hay muchos santos en el Cielo que nosotros no conocemos: madres abnegadas que enfrentaron tribulaciones de todo tipo, hijos que sufrieron un hogar injusto y se mantuvieron buenos y dóciles a lo largo de toda su vida, abuelos abandonados por sus hijos y nietos, hombres y mujeres que dieron su vida trabajando con amor, devolviendo injusticias con verdad y esfuerzo.

Buscar la santidad es nuestra obligación: aunque sepamos que nunca la alcanzaremos en forma plena, es un camino que debemos recorrer. Y no pensemos que se requieren gestos grandilocuentes o hazañas de algún tipo, sólo es necesario poner amor en cada pequeño acto de nuestra vida, en cada pasito que damos desde que nos levantamos, hasta que nos dormimos cada noche. Y cuando caemos, sólo seamos capaces de verlo, de pedir perdón a nuestro amoroso Jesús, para empezar nuevamente. Este camino de la santidad está presente a nuestro alrededor, cada día. Y cuando uno de estos buenos fallece, debemos alegrarnos porque el Señor ha recogido un alma buena para Su Reino. Estas almas son capaces de ayudarnos mucho desde allá arriba, si es que somos capaces de orar por ellas y pedirles ayuda e intercesión ante el Trono del Señor.

En términos humanos es difícil aceptar la muerte de alguien querido, y este sentimiento se amplifica cuando es un alma buena la que se va. Pero debemos ser capaces de traspasar los ojos de nuestra naturaleza humana, para ver desde nuestro costado espiritual y comprender la alegría que estas almas poseen cuando el Rey las recibe con Sus Brazos abiertos. Como mi amigo Marcelo, que supo llevar en su vida una conducta basada en la honradez, el esfuerzo, la sencillez, la verdad, en definitiva el amor. Tristeza humana, si, pero alegría espiritual también, porque él disfruta ahora de las promesas de Jesús, de la perfección y armonía del Reino. Las promesas, para él, están ahora cumplidas.

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Oscar Schmidt
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