Hace poco tuve la gracia de poder visitar la ciudad de Méjico, y por supuesto admirar a la Virgen de Guadalupe en todo su esplendor.
Cuando un colega de trabajo de la Ciudad Azteca se enteró que iba a ir a visitar el cerro Tepeyac, lugar de las apariciones de María a San Juan Diego, me dijo: no dejes de pasar por la cripta y admirar el mural del Señor que hay pintado allí abajo. ¡Es de mi padre!. El Charro Medina, pintor reconocido en Méjico y papá de mi colega de trabajo, había sido un hombre de activa práctica de su fe católica. Pero sobre todas las cosas, fue un hombre dotado de un profundo entendimiento de la esencia del Cristianismo, un patriarca entre los suyos. Manuel, su hijo, me contaba éstas cosas con gran emoción, con un brillo profundo en sus ojos, claro reflejo del amor por su padre ya fallecido. “Hablar con papá de las cosas de Dios dejaba siempre una riqueza para explorar y meditar”, me dijo Manuel.
Cuando bajé a la Cripta y vi al Cristo del Charro Medina, no pude dejar de sentir en el corazón toda la fuerza del amor del pintor por Su Dios. Y también recordé una anécdota que su hijo me contó: estando papá todavía en vida, falleció uno de sus hijos, un hermano de mi amigo. Imaginen el dolor de un padre al tener que presenciar la muerte de uno de sus hijos, uno de los dolores más difíciles de sobrellevar. Para sorpresa de la familia, papá colocó un cartel en el lugar de velatorio:
“Acompañemos a mi hijo en el día más feliz de su vida“
¿Y quien puede discutirlo, con los ojos de la fe?. La fe, cuando está bien afirmada, da una visión de la muerte que es opuesta a la que nuestra débil naturaleza humana nos orienta a tener. Quien vivió una vida de amor por Cristo, siente que la muerte irreversiblemente lo atraerá hacia el Señor. Y por supuesto, no importará tener que pasar por el lugar de la Purificación para poder entrar al Reino con las ropas del alma blancas, puras. ¡El alma ya está salvada!. La fe del Charro fue tan grande que le dio la seguridad de que su hijo ya estaba a salvo, había dejado a uno de los suyos en el lugar de destino final.
Tenemos muchas veces una percepción de la muerte que es errada, tanto miedo es reflejo de la falta de fe. Todos los santos llegaron a comprender en vida cual era el verdadero destino del alma, y muchos de ellos le pidieron a Dios que acorte el tiempo de destierro aquí, en la tierra. Algunos fueron escuchados y murieron siendo aún jóvenes. ¡Que fiesta en el Cielo cuando éstas almas santas entran allí!. No podemos entender, si es que no nos afirmamos en una fe sólida, cuan vacía es nuestra vida en ésta tierra si es que no ponemos el norte de nuestra brújula en el Reino de Dios. ¡Ninguna otra cosa importa!.
Debemos ver la muerte como la gran puerta hacia el verdadero jardín donde florecerá nuestra alma, no tiene sentido temerle si es que Dios está con nosotros. Llegará cuando El considere que es el momento apropiado, cuando ya hayamos tenido suficiente tiempo para rendir nuestras pruebas y acceder al Juicio particular del alma, de cada alma. ¡No desaprovechemos el tiempo!. Trabajemos sólo con ese objetivo, salvar nuestra alma. Si hacemos lo correcto, nuestra muerte será el día más feliz de nuestra vida, ya que podremos contemplar a Dios en toda Su Omnipotencia, en todo Su Amor.
Como dijo el papá de mi amigo mejicano, la muerte es un día de fiesta para el alma que Cree, Espera, Adora y Ama a Su Dios. Los de aquí debemos llorar, claro, debemos llorar porque todavía no es nuestro turno y nos encontraremos separados de nuestro hermano, por un tiempo. Pero no lloremos por él, ya que con los ojos de la fe, ¡ha encontrado su salvación eterna!
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Oscar Schmidt
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